EL  JUICIO  DE  PARIS



Zeus:

Hermes, toma esta manzana y vete a Frigia junto al pastor hijo de Priamo que apacienta sus bueyes en el Gárgaro del Ida y dile: "Paris, Zeus te ordena que, por ser tú hermoso y entendido en asuntos de amores, juzgues cuál de estas diosas es la más hermosa; y que la vencedora reciba, como premio al juicio, la manzana". En cuanto a vosotras, es hora ya de que acudáis al lado del juez. Porque yo renuncio a juzgaros, ya que os amo por igual y, si fuera posible, me gustaría veros vencedoras a las tres. Además, es fuerza que, al otorgar el premio a una sola, me ganara el odio de las demás. Por esta razón yo no soy un juez apropiado para vosotras, más este joven frigio al que váis a acudir es de estirpe real y pariente de Ganímedes; es, además, sencillo y rústico, y nadie lo podría considerar indigno de contemplaros.

Afrodita:
Por lo que a mí respecta, oh Zeus, aunque nos dieras por juez al mismo Mono, me sentiría confiada a su arbitraje. Porque ¿Qué podría censurar en mí? Pero es preciso que también éstas acepten a esta persona.

Hera:
Tampoco, nosotras, Afrodita, abrigamos temor alguno, aunque tu Ares fuera el encargado del fallo; sino que aceptamos al tal Paris, sea quien sea.

Zeus:
Y tú, hija mía, ¿Estás de acuerdo con ésto? ¿Qué contestas? ¿Vuelves la cabeza y enrojeces? Es propio de vosotras, las doncellas, de sentir vergüenza en tales casos. No obstante, haces un gesto afirmativo con la frente. Id, pues, y que las vencidas no se enfaden con el juez ni hagan daño alguno al muchacho, porque no es posible que seáis igualmente hermosas.

Hermes:
Marchemos directamente en dirección a Frigia, yo delante, y vosotras seguidme sin retrasaros y sin temer. Yo conozco a Paris: es un hermoso mancebo aficionado al amor y muy apropiado para dirimir tales lances. No emitirá fallo desacertado.

Afrodita:
Lo que tú dices está muy bien y juega a mi favor que nuestro juez sea imparcial. ¿Es soltero o hay alguna mujer que vive con él?

Hermes:
Parece que vive con él una mujer del Ida, bastante bonita, pero rústica y terriblemente montaraz. Más creo que no la aprecia mucho. ¿Por qué lo preguntas?

Afrodita:
Te lo pregunté porque sí.

Atenea:
¡Eh tú, no haces bien en hablar tanto rato a solas con ésta!

Hermes:
Nada malo decimos, Atenea, ni hablamos contra vosotras; me preguntaba simplemente si él es soltero.

Atenea:
¿Y qué significa, entonces, esta indiscreción?

Hermes:
Lo ignoro, dice que se le ocurrió por casualidad, y que lo preguntó sin una finalidad concreta.

Atenea:
Y qué, ¿es soltero?

Hermes:
Parece que no.

Atenea:
Entonces, ¿ama la guerra y la gloria, o es simplemente un pastor?.

Hermes:
Exactamente no puedo decirlo, pero es de esperar que, siendo joven, aspire a alcanzar esta gloria y a ser el primero en el combate.

Afrodita:
¿Ves? Yo no te reprocho ni te echo en cara el que hables a solas con ella. Esta actitud es propia de personas quejumbrosas, no de Afrodita.

Hermes:
Me preguntaba casi lo mismo que tú; asi que no debes preocuparte ni considerarte en desventaja si yo le he contestado con la misma simplicidad que a ti. Pero con nuestra conversación nos hemos alejado de los astros y estamos casi en Frigia. Yo veo perfectamente el Ida y todo el Gárgaro, y aun, si no me engaño, a vuestro mismo juez, Paris.

Hera:
¿Dónde está? Porque yo no lo veo.

Hermes:
Mira aquí, a la izquierda, Hera, no en la cima del monte, sino en la falda, donde está la gruta y donde ves el rebaño.

Hera:
Pues no veo el rebaño.

Hermes:
¿Qué dices? ¿No ves, junto a mi dedo, unos bueyes que salen de entre las rocas, y un hombre que baja por los riscos, cavando en mano, y procura impedir que las reses se dispersen?

Hera:
¡Ah! ahora lo veo, si es él.

Hermes:
Pues es él. Y ya que estamos cerca, si os parece bien, bajemos a tierra y caminemos a pie, para no asustarle si caemos súbitamente ante él del cielo.

Hera:
Tienes razón, hagámoslo así. Y ahora que ya hemos puesto el pie a tierra, es el momento, Afrodita, de ponerte a la cabeza y mostrarnos el camino ya que tú, como es natural, conoces bien el lugar por haber bajado muchas veces, según se dice, a ver a Anquises.

Afrodita:
Tus chismes, Hera, no me hacen mucho efecto.

Hermes:
No, yo os guiaré; porque yo también frecuenté el Ida cuando Zeus estaba enamorado del muchacho frigio y en muchas ocasiones vine aquí enviado por él, para observar al mancebo; y cuando hubo tomado la figura de águila yo volaba a su lado y le ayudaba a sostener al bello mozo; y si mal no recuerdo, fue de esta roca de donde lo apresó. Él se hallaba entonces tocando la flauta junto al rebaño; y Zeus se abanzó sobre él por la espalda, lo asió muy suavemente con las uñas, cogió con el pico el gorro que llevaba en la cabeza y remontó al muchacho que, lleno de espanto y torciendo el cuello, dirigía su mirada a él. Entonces, yo tomé la flauta (pues la había dejado caer de temor) y... Más, he aquí cerca a vuestro juez, abordémoslo. Salud, pastor.

Paris:
Salud a ti también, joven. ¿Quién eres? ¿Qué te lleva a mi país? ¿Quienes son esas mujeres que conduces? Porqué no han nacido para recorrer los montes con lo bellas que son.

Hermes:
¡Pero si no son mujeres, Paris! Estás viendo a Hera, a Atenea y Afrodita; y yo soy Hermes a quien Zeus ha enviado aquí. Pero ... ¿Por qué tiemblas y palideces? No temas, no se trata de nada malo: te ordena que seas el juez de la belleza de estas diosas. Ya que tú eres hermoso, ha dicho, y entendido en asuntos de amor, a ti te confía la decisión. El premio del lance lo conocerás leyendo la inscripción de esta manzana.

Paris:
Dame, pues lo que dice: "La más hermosa -dice- debe recibirla" Pero ¿Cómo podría yo, mi señor Hermes - un mortal, un campesino- convertirse en el juez de un espectáculo tan maravilloso, que supera las posibilidades de un pastor? Juicios de esta clase son más bien propios de ciudadanos elegantes. En lo que a mi respecta, acaso supiera juzgar, con los medios de mi arte, qué cabra supera en belleza a otra cabra, qué ternera a otra. Mas éstas son todas igualmente hermosas y no sé cómo podría apartar la mirada de una y dirigirla a otra; la mía no puede apartarse fácilmente, sino que se mantiene fija allí donde primero se ha dirigido y alaba lo que ve. Y si se posa en otra parte, le parece igualmente hermosa, se extasía ante ella y con todo se siente atraída igualmente por las bellezas vecinas. En una palabra, su hermosura me ha invadido y cautivado por entero y lo que siento es no tener, como Argos, ojos en todo el cuerpo. Creo que emitiré un buen fallo dando a todas las manzanas. Y, además, se añade a todo ello que ésta es hermana y esposa de Zeus, y estas otras sus hijas. ¿Cómo no va a resultar, en este caso, difícil el fallo?

Hermes:
No lo sé. Pero no es posible inhibirse ante la orden de Zeus.

Paris:
Convéncelas, al menos, de una cosa: que las dos que queden vencidas no se irriten contra mí, sino que consideren que la culpa es solo de mis ojos.

Hermes:
Así prometen hacerlo. Mas ya es hora que procedas al juicio.

Paris:
Vamos a intentarlo. ¿Qué remedio me queda? Pero antes quiero saber una cosa: ¿bastará examinarlas tal y como están, o será preciso que se desnuden para una mayor exactitud en el examen?

Hermes:
Eso debes decidirlo tú, que eres el juez. Ordena lo que te plazca.

Paris:
¿Lo que me plazca? Quiero verlas desnudas.

Hermes:
Vosotras, desnudáos, y tú examínasla, que yo me vuelvo ya de espaldas.

Hera:
Muy bien, Paris. Yo voy a desnudarme la primera para que veas que no tengo blancos solo los brazos y que no me evanezco porque me llaman "la de ojos grandes", sino que en todas y cada una de mis partes soy igualmente hermosa.

Paris:
Desnúdate también tú, Afrodita.

Atenea:
Paris, no permitas que se desnude sin antes quitarse el ceñidor -pues es una hechicera- no vaya a embrujarte con él. Y, además, no debería presentarse tan compuesta ni tocada con tanto colorete como una cortesana cualquiera, sino exhibir pura y simplemete su natural belleza.

Paris:
Tienes razón en lo del ceñidor. ¡Quítatelo!.

Afrodita:
¡Y por qué, pues, no te quitas tú el casco, Atenea, y muestras desnuda la cabeza, sin que agites el peinado e intentes atemorizar a nuestro juez? ¿Temes acaso que el brillo de tus ojos deje de surtir su efecto si se ve privado de su expresión terrorífica?.

Atenea:
Pues, mira, ya me he quitado el casco.

Afrodita:
Pues, mira, yo también el ceñidor.

Hera:
Y, ahora, ¡a desnudarse!.

Paris:
¡Oh, Zeus portentoso! ¡Qué espectáculo! ¡Qué belleza! ¡Qué placer! ¡Qué doncella, esta! ¡Qué esplendor, el de esta otra, tan regio, tan magestuoso, tan digno en verdad de Zeus! Y aquella, ¡Qué mirar tan dulce! ¡Qué sonrisa tan tierna y seductora¡ Me siento más que dichoso. Pero, si os parece bien, me gustaría examiraros una a una por separado, porque, ahora, por lo menos, estoy perplejo y no sé hacia dónde dirigir la mirada, pues mis ojos se sienten atraídos en todas direcciones.

Afrodita:
Hagámoslo así.

Paris:
Retiraos, vosotras dos; y tú, Hera, quédate.

Hera:
Me quedo. Y una vez me hayas examinado con toda detención, habrá llegado el momento de considerar, además, si te parece la recompensa por tu voto a mi favor. Porque si me proclamas la más bella, serás dueño del Asia entera.

Paris:
Yo no juzgo esperando recompensas. Hera, retírate, que el fallo se emitirá según mi criterio. ¡Acércate tú Atenea!

Atenea:
Heme ya a tu presencia. Y si me declaras la más hermosa, Paris, nunca saldrás vencido de un combate, sino que serás siempre victorioso. Pues yo te haré aguerrido e invicto.

Paris:
No tengo, Atenea, ninguna necesidad de guerras ni de batallas. Porque, como ves, la paz impera en Frigia y en Lidia y en el reino de mi padre no hay conflictos. Más no te preocupes, pues no serás postergada aunque emitiera mi fallo sin considerar recompensa alguna. Pero cúbrete ya, y ponte el casco, que te he visto lo bastante. Ahora le toca a Afrodita acercarse.

Afrodita:
Aquí me tienes, a tu lado. Examíname con atención y sin prisas, sino deteniéndote en cada uno de mis miembros. Y ahora, si quieres, hermoso muchacho, escucha lo que voy a decirte; desde hace ya tiempo, viéndote tan joven y tan bello, como no sé si hay otro igual en Frigia, te vengo alabando por tu belleza. Mi único reproche es que no abandones estos riscos y peñascos y no te vayas a vivir a la cuidad, en lugar de malgastar tu belleza en el desierto. Porque ¿qué bien puedes obtener de las montañas? ¿De qué les sirve a las vacas tu belleza? Además, deberías estar ya casado, y no ciertamente con alguna ruda campesina, como son las mujeres del Ida, sino con una griega del Argos, de Corinto o de Esparta como Helena, por ejemplo, que es joven hermosa, en nada inferior a mí misma, y, lo más importante, apasionada. Con solo verte -lo sé muy bien- esta mujer lo abandonaría todo, se te entregaría por entero, y te seguirá para vivir contigo. Pero sin duda ya has oído hablar de ella.

Paris:
En absoluto, Afrodita. Y ahora, me gustaría oir de tus labios toda su historia.

Afrodita:
Es hija de la famosa Leda, la bella mujer a cuyos brazos voló Zeus convertido en cisne.

Paris:
¿Qué aspecto tiene?

Afrodita:
Es blanca, como es lógico habiendo sido engendrada por un cisne; tierna, como quien se ha formado en el interior de un huevo, ejercitada en la palestra y de tal modo requerida, que incluso se originó una guerra por haberla raptado Teseo cuando era niña todavía. Y, al llegar a la flor de la edad, los más noble Aqueos pretendieron su mano y el escogido fue Menelao, del linaje de los pelópidas. Si lo deseas, yo haré que tu boda con ella se convierta en realidad.

Paris:
¿Qué dices? ¿Mi boda con una mujer casada?

Afrodita:
Eres un niño inexperto. Yo sé como hay que obrar en estos casos.

Paris:
¿Cómo?. También yo quiero saberlo.

Afrodita:
Emprenderás un viaje con el pretexto de visitar Grecia y cuando llegues a Lacedemonia, Helena te verá. El resto, enamorarse de tí y seguirte, es asunto mío.

Paris:
Esto es precisamente lo que me parece increible, que abandone a su esposo y quiera hacerse a la mar con un hombre bárbaro y extraño.

Afrodita:
No te inquietes por ello. Yo tengo dos hijos muy bellos, Hímeros y Eros. Te los entregaré para que te guien durante tu viaje. Eros se apoderará completamente de ella y obligará a esta mujer a enamorarse. Hímeros, envolviéndote, te convertirá en lo mismo que es él, un ser deseable e irresistible. Yo misma colaboraré con mi presencia, y además, pediré a las Gracias que me acompañen, para que entre todos consigamos seducirla.

Paris:
Cómo tendrá éxito la empresa, no lo veo claro, Afrodita. Pero yo me estoy ya enamorando de Helena, y sin saber cómo, me parece estar viéndola ya navegar rumbo a Grecia, hallarme en esparta, regresar con ella; y me desespera en que en realidad no esté ya realizado todo esto.

Afrodita:
No te empieces a enamorar, Paris, antes de premiar con tu fallo a tu valedora y madrina de boda. Porque conviene que yo os acompañe victoriosa, y que celebremos juntos tus nuncias y mi triunfo. Pues en tu mano está adquirido todo, amor, belleza, boda, a cambio de esta simple manzana.

Paris:
Temo que te olvides de mí después del fallo.

Afrodita:
¿Quieres que te preste juramento?

Paris:
Eso no, pero formula otra vez tu promesa.

Afrodita:
Muy bien, te prometo entregarte a Helena como esposa; que ella te seguirá e irá a Ilión, a tu hogar, y que yo estaré a tu lado y te auxiliaré en todo.

Paris:
Y ¿Traerás a Eros, Hímeros y las Gracias?

Afrodita:
No te preocupes. Y, además, tomaré conmigo a Potos y a Himeneo.

Paris:
Pues bajo estas condiciones te entrego la manzana; acéptala bajo las mismas.





El Juicio de Paris


Información
- Luciano de Samósata. DIÁLOGOS.




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